Cuando terminé la carrera, todo estaba a punto de dar
la vuelta que me dejaría irreconocible. La mujer con la que había estado por 5
años quería que las cosas se pusieran serias, estábamos buscando un lugar donde vivir, su familia era realmente
agradable, hasta me dejaban quedarme en su casa a dormir los fines de semana,
su padre nos hacía de comer, buena comida caliente. Había salido con un
promedio no muy alto de la universidad pero lo suficientemente bueno como para
optar por una maestría en el extranjero, con todo y una beca patrocinada por el
gobierno, las cosas ya estaban sobre la mesa, sólo tenía que tomarlas.
Conseguimos un lugar apropiado para vivir, un
departamento cómodo, lo llenamos de nuestras cosas, el orden era importante,
nos daba seguridad. Mientras, el papeleo para la autorización de la beca estaba
en proceso, faltaba un mes para la aprobación del presupuesto, me esperaba
España. Que promesa más grande, todos estaban muy felices por mí, me había
encarrilado a llegar a ser algo, a conseguir algo, algo real, palpable como un
edificio.
Siempre existió esa clase de vacío en mí, tengo que reconocerlo,
a veces me llegaba un sabor amargo, pero lo negaba, pensaba; “es la
preocupación, todos tenemos preocupaciones…” Lo evadía, salía con amigos, con
Carolina. Nos divertíamos, el sentimiento se desvanecía. Cuando estaba
realmente cómodo, y miraba a mí alrededor, el sentimiento volvía, me tomaba de
sorpresa y me comprimía el pecho hasta sacarme el aire. Me ahogaba.
Una noche, estaba en el hotel dónde esperaba la respuesta
de la beca, tuve que ir hasta la capital para poder recibir los papeles de la
aprobación del presupuesto. Lo había conseguido. En un mes estaría en España.
Mientras pensaba todo esto, el sentimiento de vacío (al menos así me dio por
llamarle, cuando eso) me atrapó como una araña a una mosca, en el aire. Todo se
me volcó encima, sentía el peso de otra vida que había mantenido dormida,
durante cientos de años. La desesperación era desorbitante, podía sentirla como
una sábana fría deslizándose por mis pestañas, llenándolas de ceniza. Creí que
estaba volviéndome loco, no encontraba otra explicación para mi estado, la idea
me llenaba de lodo, caminaba en medio de una ciénega. No habían amigos, padres,
madres, ídolos, profetas, NADIE. Yo sólo contra esa fuerza enmarañándose
alrededor de mi espíritu, exprimiendo cada gota. Físicamente no podía moverme,
no podía pensar nada más que en desesperación, locura, inestabilidad. Estaba
intentando mantenerme en el hilo. Veía el otro extremo pero era sumamente
difícil moverme. Pasé la noche entre sudor y temblores. Me dormí a causa del
cansancio, sin darme cuenta.
Al día siguiente tenía que pararme temprano para recoger
la beca, la cita era a las 9 a.m. No llegué a esa hora, ni a ninguna otra. Abrí
los ojos y frente mí el reloj y a su lado la muerte. Eran las 12:00 p.m. La
vieja señora estaba ahí parada, a un costado de la cama, y a pesar de cómo la
describen, (con guadaña y un largo vestido negro) era muy seductora, bella,
realmente estética. Me dijo al oído: Ya sabes que hacer para terminar con esto
pequeño, es muy fácil. Pensé: tengo que llegar a la puerta y largarme. Intenté
levantarme. Cuando puse los pies firmes, sentí el flaqueo de mis piernas y caí
al suelo, como la ropa que abandona el cuerpo de un fantasma cuando este se
esfuma. Lo intenté de nuevo. Me apoyé en el buró de al lado de la cama y puse
el pie derecho, luego el izquierdo. Me levanté y escuché un quejido, era yo
mismo. Una parte de mí había despertado, la que permanecía oculta. Me acerqué a
la puerta, tomé la perilla, estaba helada, la giré y no volteé el rostro hacía
atrás, estaba aterrado. Logré comunicarme con la universidad. Me dijeron que no
había problema alguno, que arreglarían otra cita para otro día. Era importante
que fuera o la beca se la darían a otro, dijo la secretaria. “Hagan eso”,
respondí. “Perdón?”, me respondió la secretaria. “Hagan eso, denle la beca a
otro, yo no la quiero, gracias”. “No entiendo, o sea, qué hará, ya están todos
sus papeles en el registro, usted sólo tiene que venir por el comprobante de la
beca y listo señor”. “No gracias, así está bien”. Colgué. Tomé el primer avión
que pude. Regresé un par de días antes de lo previsto. Carolina se sorprendió
al verme entrar, me preguntó que qué pasaba, le conté, le dije todo, lo de la
beca también. “Y ahora que harás?” Me dijo. “No sé, sólo sé que no quiero una
beca, no quiero irme a España, no quiero nada”. Ella pensaba que era un arranque
de locura, mis padres creían lo mismo. Decían que alguna relación tenía el
consumo de drogas en mi adolescencia. Que me había afectado, que había perdido
el juicio y necesitaba ayuda profesional. Pensé que así era, dejé que hicieran
lo que quisieran. Me llevaron a un psiquiatra, un buen tipo, le expliqué mi
condición, que había visto a la muerte. Él se veía muy interesado en mis
testimonios. Siempre respondía con un: “Ajá, continúa, por favor”. Cuando
terminaba de contarle. Él tomaba la palabra y me hablaba del alma, de la
superación, de las ganas de vivir, de los sueños, de los senderos iluminados.
Me hablaba de gente que había estado en mi condición y lo había superado. En
ese momento pensaba que todo aquello sería pasajero, que un día volvería ser
como antes, que sería una experiencia renovadora y vital. Me diagnosticaron una
depresión profunda. Me dieron pastillas. Calmantes y anti-depresivos. Pares de
píldoras diferentes dos veces al día. Eso ayudó a atemperar las ráfagas de
pensamientos, un poco. Pero seguía seco, como si una enorme sanguijuela hubiera
puesto sus colmillos en mi cuello y chupado hasta saciarse.
La relación con Carolina iba decayendo, simplemente no me
sentía cómodo, terminábamos de hacerlo y me volteaba, dándole la espalda, o me
mantenía con la vista fija en el techo. Callado, callado. Ella me decía, que te
sucedió? No eres el mismo… Y se soltaba a llorar, era devastador, no podía
soportarlo pero tampoco podía hacer algo. El día que terminamos, me dijo que se
había enamorado de otro, que necesitaba un hombre con energía, con vida. Que le correspondiera, conmigo no sentía
nada, le lastimaba verme en ese estado, y me deseaba buena suerte. Lo entendí
todo, no fue un drama, lo acepté, como acepté todo desde que nací.
Cuando nací, a las dos semanas tuvieron que operarme de
emergencia. Repentinamente comencé a vomitar lo que ingería. El píloro, una
parte del intestino, se había pegado y tenían que hacer una sutura para poder
abrirlo de nuevo, no es algo muy extraño, pero en recién nacidos podía ser
mortal si no se trataba. En otros tiempos, sin radiografías o bisturís, no
hubiera aguantado un mes de vida. La muerte siempre estuvo ahí, al lado de la
cama. Después de terminar con Carolina, me aislé de todo el mundo. Comencé a
beber demasiado, aun medicado con antidepresivos. Descubrí que realmente no
pasaba nada extraordinario. No iba a volverme más loco de lo que ya estaba o
morirme. Conseguí un trabajo en el bar donde iba con frecuencia, así podía beber,
trabajar y mantener el vicio; estaba enganchado. Me tocaba sacar a los
borrachos, a la mínima provocación me agarraba a golpes, terminaron
despidiéndome. Aprendí mucho en ese lugar. Conocí viejos muy interesantes y
también aprendí a persuadir a la muerte. A reconocerla en todos lados, a
escudriñar su rastro perdido en toda huella que apestara, a lo que se hace
llamar humanidad.
Cuando lo tuve todo, el sentir que no tenía nada me
enfermaba, ahora que no tengo nada, he descubierto algo, la perspectiva. La
visión. Me he dotado de una lupa muy útil. Veo a la muerte escondida en todo;
en las risas que tiemblan, en las mujeres que se piensan únicas, en el reflejo
de los charcos de aceite, en los automóviles último modelo y sus conductores,
arrasando con zarigüeyas, en las plazas comerciales los domingos al medio día,
en los medicamentos prescritos, en los hombres sin brillo en los ojos, en
programas familiares de la televisión, en las revistas rebosantes de gente,
catálogos de muerte, y anuncios de entierros: “Mauricio Clark acepta su homosexualidad
y su adicción a las drogas” Es fácil reconocer a la muerte, como es fácil
reconocer una sonrisa auténtica, o un diamante. Está ahí, al asecho. Las cobras
esperan morder el talón de quién no está atento.
Un día me llegó el correo de un amigo con una canción de
Ravel. Fue esplendido, la música es una terapia útil. Ese día pasó lo que tenía
que pasar. Pensé en responder a su correo agradeciéndole, pero no pude, cuando
empecé a teclear me vi escribiendo cosas que no tenían nombre, ni dirección o
destinatario. Era ese otro yo, esa voz que quería sublevarse, dejé que hablara
y se soltó la fuerza comprimida, como una represa de palabras que aguardaban a
ser liberadas. Fuego. Fuego. A la muerte no le gusta el fuego. La descubre,
pone en evidencia su rostro viejo y marchito. La pone de rodillas pidiendo
clemencia. Había encontrado algo, sí.
Me vi escribiéndole a todo el mundo, saludos, disculpas,
sin ningún remordimiento. Le escribí a Carolina, habían pasado 6 meses desde la
última vez que nos vimos. Cuando me respondió me dijo que todo iba bien, se
alegraba de que yo estuviera en la marcha, me contó que vivía con su pareja, se
querían mucho, me alegré por ella. Le deseé lo mejor.
Con el tiempo conseguí un trabajo en una revista pequeña,
publicando artículos de todo tipo, la escritura se había vuelto el combustible.
Bebía pero me mantenía moderado, es decir; bebía 4 veces a la semana, en vez de
7. Me quité el peso de la agresividad inicial. Me conservé alejado, aun lo
hago. El camino se había marcado (al menos hasta ahora), vivo en un cuarto
pequeño, a veces pienso en España, que bueno nunca fui, no sé qué hubiera
pasado, tal vez no lo hubiera logrado, tal vez sí, espero que quién tomó mi
lugar lo haya hecho. Que esté rodeado de amigos y una novia que lo comprenda y
le diga que va por el camino correcto. Que lo llenen de ovaciones y le
aplaudan, lo necesitará. Veo a fuera a la gente yendo hacía alguna parte, me
pregunto qué es lo que ven, cómo lo hacen, porqué, para qué, para quién. ¿A
dónde van todos los que caminan por la calle? Espero que estén yendo hacia
dónde realmente quieran llegar. Espero que lleguen. Que la señora muerte no los
tome por sorpresa en el camino. Qué no los asalte, yo tuve suerte, mi condición
era diferente, desde nacimiento la muerte se había instalado en mis entrañas
como ya dije, no quise verla pero ahí estaba. Ahora la conozco bien, la
reconozco hasta cuando se viste y se pinta para salir como mujer por la noche.
Algún día no tendré de otra, hará lo que tiene que hacer, pero por mientras,
mientras mis dedos azoten las teclas, mientras encuentre las risas adecuadas,
los hombres voraces gritando: “Una ronda para todos, carajo”, la muerte se
mantendrá al margen por un tiempo. Luego volverá. Como ahora, mientras tecleo
esto. La escucho en el ruido que hacen al caer las gotas de agua del grifo, contra el lavabo del baño; clack, clack, clack. Rebotando contra las paredes del departamento.
Le grito “Hija de puta, sé qué estás ahí, no me engañas, ¡Ven aquí!” Se
espanta, la oigo tomar sus cosas rápidamente como una mujerzuela, luego salir por la
ventana, sí, la muerte siempre entra por la ventana. Mientras lo hace, le grito “¡Adiós, nos
vemos mañana!”